BRUNO BERGARECHE
No sé si me encanta la temporada de tierra batida porque es cuando la Armada Española navega con toda su fuerza, si me recuerda a épocas colegiales con el fin de curso a la vuelta de la esquina o simplemente porque se ve el tenis más espectacular.
Monte Carlo, el Godó, Roma y Madrid (antes Hamburgo) tienen cada uno una sensación especial. Incluso el mítico World Team Cup disputado en Dusseldorf siempre me ha hecho gracia aunque carezca de importancia.
Y luego llega el grande, Roland Garros. En mi opinión, junto a Wimbledon, este torneo se encuentra en el Olimpo del tenis, por encima del US Open y Open de Australia. Una vez más, esto es algo personal, no sé si fruto de la nostalgia de la infancia. Cuando aún no era la época de internet e información inmediata, cuando podías grabarte un partido de fútbol y verlo al día siguiente sin enterarte del resultado. Además, por circunstancias de la vida, mi infancia se produjo en Inglaterra, así que a nadie le importaba lo que hacían los nuestros, si me enteraba de algo era del fracaso de Rusedski o Henman sobre la arcilla. Aún recuerdo la excitación de llegar a casa del colegio, tirar la mochila y correr junto a mi hermano al teletexto para ver qué habían hecho Moyá, Corretja o Mantilla. O otros luchadores españoles como Calatrava, Galo Blanco o Fernando Vicente.
Por eso me encanta esta temporada porque me reencuentro con esas sensaciones y mantengo esa ilusión de niño. Ahora tenemos a Nadal, Ferrer y Almagro. Pero también los Ramos, Andújar y Ramírez-Hidalgo que le dan un toque especial a este torneo, el toque de David que busca caminar entre los Goliat.