ROLAND FRESCOR

roland garros paraguas

NACHO MÜHLENBERG
Sol, calor, abanicos en la grada, grandes sombreros de paja para los espectadores, gafas de sol y, por qué no, protector solar. ¿Con qué lo asocias? Yo con el tenis. Así es, al menos, en la gran mayoría de torneos que se disputan a lo largo y ancho del planeta durante todo el año. Pero hay unas ciudades que son traicioneras. Y una de ellas es la mismísima París.

La ciudad de la luz es de esas que constantemente estás fijándote en la previsión meteorológica. No es para menos. Entra el sol dos minutos y se va. Más tarde llega la lluvia pidiendo cabida y permiso con unas nubes negras, molestan un rato y se marchan. Aún más maleducado es el granizo. Éste no llama antes de aparecer. Llena de grumos de hielo las pistas y también se larga. No sin antes haber generado el caos entre espectadores, periodistas, tenistas y jueces de línea. Un auténtico despelote climatológico.

En uno de esos momentos de tranquilidad meteorológica, la Suzanne Lenglen se empieza a poner bella. Abren las puertas y los operarios de las canchas trabajan duro para dejarla impecable. Se huele que un monstruo del tenis la va a pisar. Rumores en la tribuna y apuestas de quién será el que tenga el lujo de poder tocar bola en una cancha que difícilmente pueda estar más atractiva. La perfección de Roland Garros se ve en estos pequeños detalles que hacen que el torneo, paradójicamente, sea muy grande.

Y ahí sale él. Raquetero al hombro y sonrisa pícara. Todo son risas hasta que se le nota que hay algo que no le convence a Roger Federer. Y no es otra cosa que esas nubes negras que se acercan por el oeste parisino. Gira la cabeza para un lado y para el otro. Observa y se encoge de hombros. Sabe que en cualquier momento, París puede hacer de las suyas.

El maestro suizo comienza a calentar y no tarda más de 30 segundos en salir corriendo a vestuarios. El maleducado granizó volvió. Como es costumbre en Roland Garros, sin avisar. Sin esas gotas de lluvia que te pueden hacer imaginar que algo fuerte puede estropearte el día. Aparece de golpe. Dejando atónitos a todos y al mismísimo Paul Annacone (su entrenador) que no duda en hacerle con su iphone una foto a lo que él más tarde llamaría copos de nieve.

La gente busca refugio donde puede. Cualquier lugar es válido: las escaleras, los lavabos, los restaurantes, las boleterías y hasta debajo de los árboles.

De repente las ‘boutiques’ se llenan de gente. Colas inmensas para hacerse con alguno de los dos productos estrella: el piloto y el paraguas. Arranca una ‘fiebre paraguera’ que hace que el 95% de las personas tengan uno en mano. ¡Ojo! Y a cuál más grande. Me veo ridículo sin uno de ellos. Pero sobrevivo a la moda y la presión de no tener uno y que me miren raro. No me gusta cargar con un aparato tan grande.

El clima en Roland Garros es tan impredecible como una noche en el casino. En las ruletas hay ‘valientes’ jugando y acá, en París, también los hay. Los que desafían al clima. Gente que no vio la previsión meteorológica, que perdió la maletas en el aeropuerto o que vienen desde el polo norte y esto les parece verano, sino no lo entiendo.

Pantalón corto es el símbolo característico del ‘valiente’. En un nivel superior están los ‘valientes’ que van en ¡chanclas! Algo está fallando ahí.

A todo esto, el clima a lo suyo, eh. Que si sale el sol, que si entra una lluvia molesta, que si el viento levanta todo el polvo de la cancha… unas condiciones que ningún tenista quiere cuando juega, pero es el pan de estos días y hay que lidiar con ello. Los partidos continúan.

Y de repente los jugadores y jugadoras empiezan a cansarse. La tenista argentina Paula Ormaechea deja claro su pasaporte y grita: «Qué frío la concha del mono». Se pone la sudadera, se la saca. Se pone las gafas por el sol, se las quita por la lluvia. Todo un espectáculo que le da un poco de ‘calor’ al día.

La argentina no es la única que se queja. En la cancha de enfrente está jugando el chileno Paul Capdeville que anda repartiendo gritos contra todo el mundo al más estilo Gastón Gaudio: «Siempre la misma mierda de lluvia acá». «Encima yo con mi tenis de mierda, toda la vida jugando a nada carajo». Un show.

Cuando pensábamos que la calma se había establecido vuelve la maldita lluvia y esto trae el típico show de siempre. El que va ganando no quiere frenar y el que está por debajo en el marcador quiere cortar el ritmo a toda costa. Discusiones, enfrentamientos. Esto, al menos, entretiene a la gente y la aísla del frío.

Yo sigo sin paraguas. En mi afán por ver tenis en vivo y no desde una pantalla de TV me sigo mojando. Resisto e insisto: no quiero un paraguas como todo el mundo.

Por si fuera poco la lluvia trae un buen amigo suyo: el viento. Ráfagas que te penetran las 4 capas de abrigo que puedas tener encima. Un viento que te genera un ‘tembleque’ en todo el cuerpo y levanta una cantidad enorme de tierra batida que no tiene otro destino que tus ojos. Ah, y sin escala para no perder tiempo y que todavía estés más incómodo.

Cartón lleno. Está todo: frío, viento, lluvia, calcetines mojados…

Pero el amor al tenis lo puede todo. Y la gente aguanta. Está sedienta de tenis. De batallas. Es la cita del año en la capital francesa y están dispuestos a aguantar lo que haga falta.

Y así transcurre el día en París. Roland Garros es capaz de tener las cuatro estaciones del año reunidas en tan sólo cinco minutos. Esto hace que no sólo se luche contra el rival adentro de la cancha, sino contra el viento, la lluvia, el sol, el frío, y el granizo.

Y yo no aguanto más. Hay algo por dentro que me está matando. No es el frío, no es la maldita lluvia, no es el maleducado granizo.

Es el paraguas.

Me doy cuenta que lo quiero.

Lo necesito.

Corro a la boutique. Me lo compro. No me importa el precio extra.

Lo tengo. Soy un poco más feliz.

Ya no le tengo miedo a la lluvia.

Bienvenus à Roland Garros.